martes, 19 de mayo de 2009

Paisajes tranquilos y campos de exterminio

Una multitud avanza por la calle. Escuchamos el sonido rítmico e incesante de sus pasos, sus pisadas contra el suelo, firmes y furiosas, un eco inquietante en la noche. Tardaremos aún unos minutos en saber hacia donde se dirigen. El plano nos sitúa en la puerta de un hospital; entramos en él poco a poco, adelantados por hombres que llegan con prisa armados con palos. Detrás de ellos viene todo el grupo, una masa de asaltantes dispuesta a arrasar con todo. La cámara gira a la derecha y se adentra en una habitación para mostrarnos un espectáculo dantesco, gente golpeando a enfermos sin piedad; luego sale y avanza lentamente por el pasillo, pudorosa, como si quisiera mantenerse al margen del espanto de ver un espacio de salvación convertido en el escenario de una tragedia. Pero no es posible mantenerse al margen. Ya hemos visto demasiado, ya somos partícipes de un sufrimiento que no podemos considerar ajeno, que debemos hacer nuestro porque somos humanos, igual que las víctimas, igual también que los verdugos. Dos de los asaltantes caminan por el hospital y se acercan a otra estancia; arrancan con fuerza unas cortinas e inmediatamente quedan paralizados. Una música hermosa y melancólica de Mihaly Vig comienza a sonar en ese instante y lentamente se nos va siendo desvelada la imagen que tuvo el poder de frenar la violencia. Es un viejo desnudo, de pie en una bañera. Un anciano esmirriado, un cuerpo famélico y débil, poco más que piel pegada a los huesos. La masa se detiene en bloque y marcha entristecida del hospital. No hace falta dar órdenes, todo el mundo sabe ya que “eso” no lo pueden hacer. Sin necesidad de palabras la sola visión de un cuerpo destrozado ha hecho evidente la injusticia cometida.

La secuencia forma parte de la película Las armonías Werckmeister, dirigida por Béla Tarr a partir de un guión escrito por él mismo en colaboración con László Krasznahorkai, autor de la novela en la que se basa, Melancolía de la resistencia (editada en español por Acantilado). Pienso que en esa sola secuencia está contenido todo el siglo XX, un siglo durante el cual la capacidad humana para la violencia y la destrucción alcanzó insospechadas cotas de brutalidad y eficacia técnica. Diluida la individualidad dentro de una masa informe, la compasión muere machacada por una demostración bastarda de poder, mas brota de repente al ver a un viejo esquelético que nos recuerda necesariamente a los detenidos en los campos de concentración. Es la imagen del sufrimiento extremo, un icono de dolor que hace que se nos enciendan todas las alarmas y acabemos por cuestionarnos, como en el título de Primo Levi, si de verdad aquello será un hombre.

Cuando el ejército ruso liberó Auschwitz el mundo conoció una de las mayores masacres cometidas por el hombre contra el hombre. Vimos las fotografías de las fosas comunes, de los cadáveres amontonados, de los cuerpos desnudos, rapados y tatuados con números; leímos y escuchamos los escalofriantes testimonios de los supervivientes, que relataron el horror y la humillación permanente que marcaban la vida cotidiana dentro de los campos de exterminio, lugares donde con asombrosa eficiencia y disciplina eran eliminados a diario cientos y cientos de individuos, ejecutados con la misma indolente e inmisericorde rutina con la que nos deshacemos de las cosas que nos sobran. Diez años después del fin de la guerra el director Alain Resnais dirigió un documental definitivo, Nuit et brouillard. Prototipo de película-ensayo, Noche y niebla abre y en cierto sentido agota todas las posibilidades de tratamiento cinematográfico del holocausto: no es posible añadir nada a lo que dejó dicho Resnais. Cualquier paisaje tranquilo, avisa, puede ser transformado en un campo de exterminio. El pabellón donde años después morirán hacinados miles de ser humanos se construye igual que se construye una villa o una fábrica. Hace falta dinero, un arquitecto que haga los planos, albañiles y peones que levanten los muros y las torres de vigilancia, esas en las que se apostarán militares que de vez en cuando se entretendrán en disparar sobre los presos hambrientos. “Una cucharada menos de sopa es un día menos de vida”, recuerda la voz en off, “y muchos están demasiado débiles para defender su ración”. Esperan por la muerte en cualquier sitio, convencidos de que morir es un mal menor cuando no hay ni consuelo ni esperanza. Entre los presos brota también la solidaridad; hay intentos de organización y autogestión, incluso política, para compartir lo que no tienen y cuidar los unos de los otros. Pero al final “cada preso se parece al siguiente”: son “cuerpos de edad indeterminada que mueren con los ojos muy abiertos”, como en la película de Béla Tarr. Carne humana que acabará convertida en jabón, un símbolo malsano que aún hoy nos atormenta.

El genocidio nazi es un referente universal de atrocidad, un paradigma del mal que induce en nosotros una respuesta refleja. Como referente poderoso que es debería haber servido de vacuna contra el horror, mas no ha sido así, evidentemente. No hemos aprendido la lección; antes al contrario, hemos aprendido a matar más gente con más rápidez. Con las bombas atómicas demostramos ser capaces de destruir ciudades enteras en pocos segundos corrompiendo un conocimiento científico desarrollado con fines nobles. Ensayamos procedimientos de tortura aún más refinados que alcanzaron picos universales de infamia en las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, con el apoyo intelectual de la CIA; Brasil primero, y luego Chile o Argentina. Hace quince años miramos para otro lado mientras en Ruanda el estado impulsaba el asesinato machete en mano de un millón de personas en tres meses, una media difícilmente superable que requirió un nivel de organización tan portentoso como maligno. El siglo XX es el del saqueo del Congo a cargo de la corona y el ejército belga, que cobraba en función del número de manos mutiladas; es el siglo de Franco, Musolini y Stalin, el de los jemeres rojos, el de la guerra en Yugoslavia que nos proporcionó instantáneas terriblemente evocadoras, el de Darfur, el de infinidad de conflictos olvidados, de masacres asumidas como inevitables que responden al nombre de SIDA, malaria, hambre. Pero los referentes siguen doliéndonos y por eso en el colmo del cinismo jugamos con las palabras para que no parezca que digan lo que realmente dicen. Ya no hay campos de concentración, hay “centros de detención” y si existen es por nuestro bien. Por nuestra libertad, o por cualquiera de esas grandes palabras que suelen emplearse como disculpa.

No podemos vivir de espaldas al mal. Necesitamos imágenes que nos ayuden a luchar contra la desmemoria, contra la repetición cíclica del odio, contra los fabricantes de sufrimiento. Imágenes y palabras que se instalen en nuestra conciencia y queden ahí latentes para recordarnos que es la voluntad humana la que transforma un paisaje tranquilo en un espacio de terror.

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